En Memoria de Erick Méndez: Lo que su muerte me recordó

La noticia de la muerte de Erick Méndez, mi amigo y uno de los agentes de policía que falleció el pasado sábado, fue un golpe profundamente inesperado. A pesar de que han transcurrido varios días, me resulta difícil aceptar su partida. Me acostumbré tanto a nuestras conversaciones que su ausencia pesa en lo cotidiano. Solíamos responder mutuamente a nuestros estados, encontrarnos en diversos lugares, y nuestras charlas siempre se extendían más allá de lo planeado. Entre bromas, chistes y constantes intercambios de “carrilla,” compartíamos los días.
Por Jorge Meléndez
Guardo muchas memorias valiosas de Erick. Lo conocí cuando apenas tenía 13 años, y tuve el privilegio de celebrar con él sus 15 años compartiendo unas hamburguesas, un momento que siempre recordaba con alegría y él mencionaba cuando coincidamos con otros amigos. Podría llenar páginas con los recuerdos y las conversaciones que compartimos, pero en esta ocasión quiero centrarme en algo más: algunas reflexiones personales que su partida me ha hecho recordar, con la esperanza de que sean un aliento para su familia y sus amigos en este tiempo de dolor.
Cuando enfrentamos la muerte de un ser querido, experimentamos un dolor que no puede describirse con palabras. Aunque otros nos acompañen en nuestra tristeza, el sufrimiento es profundamente personal e incomprensible para otros. Sin embargo, incluso en medio de este dolor, la muerte nos impulsa a mirar más allá hacia verdades eternas. Como creyentes, nos aferramos a la promesa de Romanos 8:28: “A los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien.” Pero esta promesa nos plantea una pregunta crucial: ¿amamos verdaderamente a Dios?
La muerte nos lleva a reflexionar sobre cómo enfrentamos el sufrimiento. Si amamos a Dios y confiamos en su soberanía, podemos encontrar paz incluso en los momentos más oscuros. Pero si no lo hacemos, el dolor puede convertirse en amargura. Espero que, al considerar estas verdades, encontremos descanso en la voluntad y sobre todo el amor de Dios.
Lo primero que su muerte me recordó fue mi propio egoísmo. Nos alegramos cuando nace un bebé porque sentimos que hemos recibido un regalo, pero lloramos cuando alguien muere porque sentimos que nos lo han quitado. Sin darnos cuenta, actuamos como si tuviéramos derecho sobre la vida de las personas que amamos, olvidando que es Dios quien da y quita la vida según su voluntad.
El apóstol Pablo nos recuerda en Romanos 9:20-21 que Dios, como el alfarero, tiene derecho absoluto sobre su creación. Sus planes y su sabiduría están por encima de nuestra comprensión, tal como Isaías 55:8-9 declara: “Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos.” Esto no significa que Dios sea indiferente a nuestro dolor, sino que su perspectiva es más elevada y su voluntad es perfecta.
Jesús nos dio un ejemplo poderoso en el Getsemaní. Aunque enfrentó una angustia indescriptible, oró diciendo: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú.” Esta oración no evitó su sufrimiento. Sin embargo, se levantó del Getsemaní con la seguridad de que su hora había llegado. De igual manera, podemos enfrentar nuestras pruebas confiando en que Dios tiene el control. La soberanía de Dios debe traernos paz. Por eso, debemos meditar en ella hasta que nuestro corazón descanse en su voluntad, confiando en que siempre Él obra para bien.
La muerte también nos recuerda que Dios es fiel. Desde el principio, cumplió su palabra. Cuando Adán y Eva pecaron, Dios les advirtió que morirían, y así fue. Cada ataúd y cada funeral son un recordatorio de que Dios cumple sus promesas, incluso en juicio. Pero junto con esa sentencia de muerte, Dios dio una promesa de redención: que la simiente de la mujer aplastaría la cabeza de la serpiente (Génesis 3:15).
Esta promesa se cumplió en Jesucristo. Su vida, muerte y resurrección abrieron el camino para que quienes creen en Él tengan vida eterna. Para los que hemos rendido nuestra vida a Cristo, la muerte no es un juicio, sino una puerta hacia la presencia de Dios, donde no hay más lágrimas ni dolor.
Sin embargo, para quienes rechazan a Cristo, la muerte es el inicio de una separación eterna de Dios. La fidelidad de Dios se manifiesta tanto en su juicio como en su misericordia. Él es justo para condenar el pecado, pero también es compasivo para salvar a quienes se arrepienten y confían en Jesús como su Salvador.
Romanos 8:31-32 afirma que si Dios no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él también todas las cosas? Este versículo me llena de esperanza, recordándome que el amor de Dios se demuestra en la cruz, no en las circunstancias de la vida.
Finalmente, la muerte nos confronta con nuestra responsabilidad personal. Hebreos 9:27 nos dice: “Está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto, el juicio.” Cada uno de nosotros enfrentará la muerte y, con ella, la eternidad.
Esto nos llama a reflexionar sobre cómo vivimos y cómo respondemos al evangelio. Jesús vino al mundo para destruir el dominio del pecado y la muerte, ofreciendo salvación a todos los que se arrepienten y creen en Él. Su sacrificio fue suficiente para cubrir nuestros pecados y reconciliarnos con Dios, pero esta salvación requiere una respuesta.
En la partida de Erick Méndez, se hizo evidente la urgencia de la decisión más importante de la vida: estar preparados para el día en que daremos cuentas ante Dios. No sabemos cuándo llegará nuestro momento, pero sabemos que la eternidad nos espera. Por ello, es vital vivir con nuestros ojos puestos en Cristo, confiando plenamente en Él como nuestro Salvador.
A lo largo de nuestras conversaciones, Erick y yo compartimos reflexiones sobre verdades eternas. Dialogamos, respondimos preguntas y recordamos juntos el inmenso amor de Cristo. Hoy, me consuela saber que Erick entendía estas verdades. Mi paz no proviene de las decisiones que él haya tomado, sino de la gracia infinita de Dios, que siempre es suficiente para quienes confían en Él.
A su familia y amigos, quiero animarles a dirigir su mirada al único que puede sostenernos en medio del dolor: Cristo, el Salvador de nuestras almas. Él es nuestro buen Pastor y la fuente inagotable de consuelo. Que su fortaleza y su paz nos acompañen mientras continuamos el camino y que Dios nos consuele a todos… Amén.